La expresión de moda «consumo colaborativo» responde a la necesidad de identificar un tipo de consumo derivado de transacciones masivas protagonizadas por individuos que interactúan en plataformas y redes construidas con ayuda de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Como consumo entre iguales (Peer-to-Peer, P2P), el consumo colaborativo alumbra una nueva economía, la «Economía Colaborativa», un nuevo paradigma en el que el compartir desplaza al poseer, de la misma manera que el acceso sustituye a la propiedad de los bienes (Rifkin). Los ejemplos son numerosos y se expanden con fuerza en actividades y sectores: Zipcar, SideCar, Lyft, Bluemove, Getaround y Uber, en coches compartidos; LendingClub, en préstamos a bajo interés; ThredUP, en intercambio de ropa; Hipmunk y Airbnb, en alojamiento de viajeros;Compartoplato y Shareyourmeal, en trueque de comida; KickStarter yVerkami, en financiación colectiva o micromecenazgo; etcétera. No se trata de un fenómeno puntual, circunscrito a una actividad o sector, sino con un alto grado de expansión y penetración: en la movilidad (carsharing, carpooling…), en la habitabilidad, en los negocios (coworking), en las financiaciones colectivas (crowdfunding), en las comunicaciones, en el trabajo (microtareas), en la cultura (bookcrossing), o en la educación (comunidades digitales de aprendizaje). Como ha dicho uno de nuestros más reputados iusprivatistas, «el cambio tecnológico cambia disruptivamente el mundo, convierte en abundantes recursos antes escasos, concentra riqueza en unos pocos productores y deja por el camino a la gente que fabricaba y acarreaba esos recursos» (Salvador Coderch).
Ciencia-ficción o realidad, no puede desconocerse que estos nuevos hechos han sensibilizado a las instituciones —en la Unión Europea, por ejemplo, funciona desde hace unos años el European Research Cluster on the Internet of Things, IERC— y apremian al ordenamiento (específicamente al Derecho mercantil como Derecho del mercado) para que ofrezca respuestas adecuadas a los distintos problemas que inquietan a los operadores y a los mercados. Podrá discutirse si tales nuevos hechos alumbran o no un nuevo paradigma, pero no podrá negarse que las instituciones jurídicas están concernidas y necesitan adaptarse a ellos cambiando incluso su tradicional fisonomía.
El «procomún colaborativo» es posible merced a las nuevas tecnologías, responsables de la construcción de los mercados en plataforma electrónica (e-marketplaces). Muy resumidamente puede decirse que se trata de «aplicaciones para dispositivos móviles o sitios web que facilitan las transacciones con ánimo de lucro entre particulares (P2P)» (Autoritat Catalana de la Competència). Recuérdese que la llegada de Internet desató una auténtica revolución, que en el ámbito económico conoce el «comercio electrónico», un nuevo sistema de contratación en red que anticipa la paulatina sustitución de los mercados tradicionales reales por los nuevos mercados virtuales (Velasco San Pedro y Herrero Suárez). Estos mercados han propiciado la aparición de nuevos «modelos de negocio», cada vez más sofisticados —de los operadores de primera generación (Web 1.0) se ha pasado a los de segunda (Web 2.0)—, con mayor valor añadido e incremento notable de la competencia (práctica eliminación de barreras de entrada y reducción de asimetrías informativas). La mayor competitividad de estos nuevos modelos de negocio se debe, en parte, a la gestión eficiente que deriva del empleo de tecnologías de la información: la utilización de Internet como principal medio para la interacción de la oferta y la demanda de productos y servicios, eliminando muchas barreras al intercambio presentes en los mercados tradicionales, reduciendo el número de eslabones en la cadena de intermediación, ahorrando costes de transacción y aportando mayor inmediatez, información y comparación de la oferta; la utilización de plataformas virtuales, con gran capacidad de gestión de datos, de manera inmediata y a bajo coste; y la utilización de los dispositivos móviles como medio de acceso a las plataformas a través de aplicaciones que dotan de inmediatez a la demanda y de ubicuidad al acceso.
La infraestructura de los e-marketplaces hace posible los intercambios del procomún: de un lado, se aprovechan economías de escala de manera que el coste de la infraestructura no crece con el aumento del número de usuarios; de otro, los usuarios se ven atraídos hacía la plataforma por un factor reputacional (confianza entre iguales, no institucional). La infraestructura es digital, y la digitalización está impulsada por una nueva clase de intermediarios (o mejor,facilitadores). La actividad de los nuevos prestadores o facilitadores de servicios tiene la consideración de actividad constitutiva de empresa, y como tal se somete a la Ley 34/2002, de 11 de julio, de servicios de la sociedad de la información y de comercio electrónico, en cuyo ámbito caen todos los prestadores de servicios de la sociedad de la información, «incluidos los que actúan como intermediarios en la transmisión de contenidos por las redes de telecomunicaciones». Pero también se somete al Derecho de la competencia, en cuyo ámbito se ha detectado el primer y quizás más acuciante problema (Uber). La ventaja competitiva que procuran estos e-marketplaces puede derivarse de un vacío regulatorio o de un desigual cumplimiento de la regulación por los distintos operadores, incumbentes y advenedizos. Los nuevos agentes aventajarían así a los tradicionales, aunque ello no justifica que el comportamiento deba analizarse como un problema de free-riding. Plantearlo en esos términos de reproche impediría un análisis ponderado de las alternativas de solución, que son básicamente dos: (a) la regulación de los sectores tradicionales no es necesaria o es desproporcionadamente restrictiva de la competencia y debe por ello derogarse o reformularse de manera proporcionada, o (b) la regulación responde a fallos de mercado que se podrían seguir produciendo con la prestación de servicio bajo el nuevo modelo de intercambio y debe por tanto mantenerse y cumplirse por los nuevos operadores. No se trata de una cuestión discreta, sino de grado. Frente al prejuicio anticompetitivo(tradición) que puede suscitar lo nuevo hay que oponer la oportunidad procompetitiva (innovación) que puede deparar la Economía Colaborativa. En todo caso, no se trata de que el modelo tradicional de integración vertical desaparezca, sino que se ve abocado a coexistir con el nuevo modelo colaborativo, horizontal y abierto. Las dosis en que se den uno y otro solo el futuro las desvelará.
Este conjunto de hechos y problemas nuevos van a recibir una respuesta adecuada en el marco de la recientemente presentada «Digital Single Market Strategy». La Comunicación Una Estrategia para el Mercado Único Digital de Europa sienta las bases de este importante proyecto, que parte del reconocimiento de que «la economía mundial se está convirtiendo rápidamente en digital» (COM (2015) 192 final), la estrategia para el mercado único digital se basa en tres pilares: (a) la mejora el acceso de los consumidores y las empresas a los bienes y servicios en línea en toda Europa (lo que exigirá que se eliminen rápidamente las diferencias fundamentales entre los mundos en línea y fuera de línea para derribar las barreras a la actividad transfronteriza en línea), (b) la creación de las condiciones adecuadas para que las redes y servicios digitales prosperen (lo que requiere infraestructuras de alta velocidad y servicios de contenidos seguros y fiables, apoyados por una regulación correcta que favorezca la innovación, la inversión, la competencia leal y la igualdad de condiciones), y (c) el máximo aprovechamiento del potencial de crecimiento de la economía digital europea (lo que requiere una inversión en infraestructuras de las TIC y otras tecnologías como la computación en nube y los datos masivos, más investigación e innovación para impulsar la competitividad industrial, así como la mejora de los servicios públicos, la inclusividad y las cualificaciones). Sobre estos tres pilares descansan un total de dieciséis iniciativas que pueden tener una relación más o menos directa con la Economía Colaborativa.
La Unión Europea es consciente del desafío que esta nueva realidad plantea a los modelos empresariales tradicionales. Y, aunque su impacto depende del tipo de plataforma y de su poder de mercado, algunas pueden llegar a controlar el acceso a los mercados y ejercer una influencia significativa sobre los intercambios. Entrañan, como todo lo nuevo, una oportunidad y un riesgo, y necesitan de una nueva regulación que guarde el mayor equilibrio entre la exigencia de preservar la competencia y la necesidad de facilitar la innovación. Reclaman, por tanto, un nuevo Derecho a imagen de la Economía Digital. Un gran reto de progreso.
Pedro Yanes
Catedrático de Derecho Mercantil
Director del Área Mercantil en Medina Cuadros Abogados Madrid