Breve análisis de la evolución histórica de las consecuencias del impago de deudas tras la sentencia del Tribunal Supremo, Sala 1ª, de 13 de marzo de 2019.
Aunque forma parte del refranero popular catalán y traducido al castellano equivale a “el que paga, manda”, comparte denominador común con otros refranes como “el que paga descansa”, “al buen pagador no le duelen prendas”, o aquel otro que dice “paga lo que debes y serás señor de lo que tienes”. La idea que subyace en todos ellos es el consejo en ser diligentes y exhorta a la rápida liquidación de las deudas.
Todos tienen su origen en las fatales consecuencias en caso de impago de los créditos, pero su significado ha ido, sin duda alguna, evolucionando a lo largo de los años. En los inicios de la civilización, en la sociedad sumeria, el incumplimiento de la obligación del pago de una deuda llevaba consigo que el deudor pudiera convertirse en esclavo del acreedor en una especie de “autopignoración” humana. Lo mismo ocurría en las demás civilizaciones mesopotámicas, en la antigua Grecia y en el Derecho romano: en concreto, en el ciclo jurídico histórico que se desarrolla desde la fundación de Roma (735 a.C) hasta la creación de la pretura (375 a.C.). En resumen, se ideó un sistema para obligarse, que se llamaba nexum, en el que el deudor se vendía al acreedor a través de la mancipatio, garantizando el pago de la deuda con su propia libertad personal.
Por señalar un ejemplo más próximo a nuestra tradición cultural judeocristiana: en el Antiguo Testamento se contempla que “el hombre libre pueda convertirse en esclavo del acreedor por no hacer frente a sus obligaciones” (Levítico 25: 39-45). Cristalina resulta la siguiente afirmación: “El rico se hace dueño de los pobres; el deudor, esclavo del acreedor”, (Proverbios, 22:7). Recordemos que en época romana, los esclavos tenían la consideración jurídica de cosas, pudiendo disponer su dueño de ellos sin más limitaciones que las impuestas por su propia voluntad, incluida la muerte o el abandono, momento éste en el que se consideraban como res nullius (cosa de nadie).
En un segundo período del Derecho romano, que tuvo su apogeo aproximadamente en el año 150 a.C, se dulcificaron las consecuencias en caso impago de deudas, codificando como máximo castigo la privación de libertad del deudor. En concreto, la ley Poetelia Papiria (326 a.C.) abolió indirectamente el nexum, al impedir que los deudores fueran encadenados, vendidos o muertos, estableciendo entre deudor y acreedor un vínculo jurídico garantizado por el patrimonio del deudor, en lugar del vínculo físico que devenía del nexum. No obstante, si el deudor no cumplía con lo adeudado, según el procedimiento de la “legis actiones”, y se constataba el incumplimiento, pasados 30 días, existía la posibilidad de ejercer la acción ejecutiva de la “manus iniestio”, por la cual el acreedor podía peticionar la entrega del deudor para llevarlo a su casa y tenerlo allí en prisión bajo ciertos requisitos. Con el procedimiento de la “bonorum venditio” de la época republicana, comenzó a accionarse contra el patrimonio del deudor vendiéndolo en bloque en pública subasta.
En el siglo XV en Castilla, también fue restablecida la prisión por deudas para judíos y musulmanes, no para cristianos. En la época medieval, la detención preventiva “pro debito” o prisión por deudas, era una práctica minoritaria y, en su caso, la falta de bienes del deudor para satisfacer a sus acreedores se resolvía preferentemente con su puesta en servidumbre de los mismos.
Gracias a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada el 26 de agosto de 1789, como consecuencia de la Revolución francesa, se proclamó la prohibición de la prisión por deudas, en concreto, como una derivación de los artículos 7, 8 y 9 que desarrollan las características de la libertad individual: presunción de inocencia e irretroactividad de la ley. Pero no fue hasta el 16 de diciembre de 1966 cuando se recoge de manera taxativa en el artículo 11 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos en la Asamblea de la Organización de las Naciones Unidas que “nadie será encarcelado por el solo hecho de no poder cumplir una obligación contractual”, práctica que, salvo raras excepciones, no venía ya practicándose en los sistemas jurídicos de los países de nuestro entorno.
Así las cosas, desde 1966 la única vía, al menos legal, para el titular de un derecho de crédito para saldar una deuda impagada era dirigirse judicialmente contra el patrimonio del deudor, principio éste consagrado en el artículo 1911 del Código Civil: “Del cumplimiento de las obligaciones responde el deudor con todos sus bienes, presentes y futuros“. Pronto éste principio se vería limitado, ya no son “todos” los bienes presentes y futuros, sino que se excluye como bien embargable el “salario, sueldo, pensión, retribución o su equivalente, que no exceda de la cuantía señalada para el salario mínimo interprofesional”, tal y como recoge el artículo 607 de la Ley de Enjuiciamiento Civil.
¿Y qué ocurre con las deudas que no dispongan de garantía real de las personas, físicas o jurídicas que, tras haber sido declaradas en concurso de acreedores, no hayan sido saldadas por insuficiencia de masa activa?
El artículo 178 de la Ley 22/2003, de 9 de julio, Concursal, dispone en sus apartados segundo y tercero, respectivamente: “…en los casos de conclusión del concurso por liquidación o insuficiencia de masa activa, el deudor persona natural quedará responsable del pago de los créditos restantes…
La resolución judicial que declare la conclusión del concurso por liquidación o por insuficiencia de la masa activa del deudor persona jurídica acordará su extinción…”
La última vuelta de tuerca fue llevada a cabo por la Ley 25/2015, de 28 de julio, de mecanismo de segunda oportunidad, reducción de la carga financiera y otras medidas de orden social, procedente de la tramitación como Ley del Real Decreto-Ley 1/2015, de 27 de febrero, que añadió, entre otras medidas, el artículo 178 bis a la Ley 22/2003, de 9 de Julio, Concursal.
El apartado 1 del artículo 178 bis de la Ley Concursal establece: “El deudor persona natural podrá obtener el beneficio de la exoneración del pasivo insatisfecho en los términos establecidos en este artículo, una vez concluido el concurso por liquidación o por insuficiencia de la masa activa.”
El apartado 3 del artículo 178 bis de la Ley Concursal recoge los requisitos exigidos, en concreto ser “deudor de buena fe”, curiosa clasificación de los deudores, siendo necesario para ello:
1.º Que el concurso no haya sido declarado culpable…
2.º Que el deudor no haya sido condenado en sentencia firme por delitos contra el patrimonio, contra el orden socioeconómico, de falsedad documental, contra la Hacienda Pública y la Seguridad Social o contra los derechos de los trabajadores en los 10 años anteriores a la declaración de concurso…
3.º Que, reuniendo los requisitos establecidos en el artículo 231, haya celebrado o, al menos, intentado celebrar un acuerdo extrajudicial de pagos.
4.º Que haya satisfecho en su integridad los créditos contra la masa y los créditos concursales privilegiados y, si no hubiera intentado un acuerdo extrajudicial de pagos previo, al menos, el 25 por ciento del importe de los créditos concursales ordinarios.
5.º Que, alternativamente al número anterior:
i) Acepte someterse al plan de pagos previsto en el apartado 6.
ii) No haya incumplido las obligaciones de colaboración establecidas en el artículo 42.
iii) No haya obtenido este beneficio dentro de los diez últimos años.
iv) No haya rechazado dentro de los cuatro años anteriores a la declaración de concurso una oferta de empleo adecuada a su capacidad.
v) Acepte de forma expresa, en la solicitud de exoneración del pasivo insatisfecho, que la obtención de este beneficio se hará constar en la sección especial del Registro Público Concursal por un plazo de cinco años…
Siendo tan poco serios y rigurosos los requisitos establecidos por el legislador para obtener la exoneración del pasivo insatisfecho no es asombroso que proliferen en internet los “manuales de los deudores de buena fe”, como un ejemplo más de la picaresca ibérica, anunciada en 1554 por “La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades” (más conocida popularmente como Lazarillo de Tormes).
Esta modificación legislativa de 2015 se ha visto matizada por, entre otras, la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala 1ª, de 13 de marzo de 2019, en la que se interpretan los requisitos para el acceso al beneficio, entre ellos, “que hubiera habido una propuesta real a los acreedores, al margen de que no fuera aceptada por ellos”. Esta referencia, que pretende incentivar la aceptación por los acreedores de los acuerdos extrajudiciales de pago, a la vista de que en caso contrario el deudor podría obtener la remisión total de sus deudas con el pago únicamente de los créditos privilegiados y contra la masa, obliga al deudor a ofrecer a los acreedores ordinarios en la propuesta de acuerdo extrajudicial de pagos algo más que la condonación total de sus créditos.
En la misma línea se pronuncia la Sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona, Sección 15ª, de 9 de abril de 2019, en la que recogiendo la doctrina contenida en la anterior STS citada, entiende que existen dos vías de acceso al beneficio de exoneración del pasivo insatisfecho:
a) Que el deudor hubiere intentado previamente un acuerdo extrajudicial de pagos efectivo.
b) Si no lo hubiere intentado o no fuere efectivo por contener propuestas desmesuradamente lesivas, que haya pagado el 25% de los créditos ordinarios (además de los créditos privilegiados y contra la masa).
Los acreedores ordinarios se ven abocados a aceptar por ley la condonación de las deudas a la persona natural por el mero hecho del cumplimiento por parte de éste de los requisitos expuestos, entre los que no se incluye el pago de la deuda, limitando más que excesivamente el derecho de crédito de los acreedores.
Concluyendo, hemos comenzado matando al que debe, para acabar obligando a perdonar al que reclama. Por eso cabe preguntarse: qui paga, ¿mana?
Luis Peche Bernal
Abogado de Derecho Fiscal Medina Cuadros en Granada