Todos conocemos los beneficios prácticos que la digitalización ha supuesto para nuestras vidas. Múltiples fuentes de conocimiento, interacciones inmediatas, y en general, todo tipo de servicios al alcance de un click, han creado un ecosistema de información casi ilimitado. Vivimos en una época en la que nuestros hábitos sociales y preferencias de compra son convertidos al instante en datos – en una carrera de fondo donde empresas y estados compiten entre ellos con un fin primordial: capturar la mayor información personal posible, y una vez almacenada, transformarla en ventajas económicas -en el caso de las corporaciones- o de seguridad -si hablamos de Gobiernos-.
En una época donde los datos son frecuentemente catalogados como “el petróleo del siglo XXI”, pocas veces nos preguntamos qué valor le damos a nuestra privacidad. La confianza en proveedores de servicios gratuitos –como Facebook o Google – se genera automáticamente, casi por pura conveniencia. No nos interesa demasiado conocer dónde van a parar nuestros datos personales. Incluso en muchas ocasiones tendemos a obviar que la contratación de los mencionados servicios no es sin coste alguno, al menos, en términos de privacidad.
Desde el punto de vista legal, el derecho a la privacidad entraña muchas limitaciones para aquellos que han intentado -con mayor o menor éxito- delimitar su significado. El primer intento en la esfera legal internacional tiene lugar en Estados Unidos. En un artículo publicado en la Revista de Derecho de Harvard, los jueces de la Corte Suprema Americana Louis Brandeis y Samuel Warren, se atrevieron a definirlo como “the right to be let alone” o “el derecho a estar tranquilo” afirmando que había una base en el Derecho Americano-Anglosajón para desarrollar este derecho. El llamado “right to privacy” hacía referencia al derecho de toda persona a que le dejaran en paz, en un contexto donde la prensa rosa empezaba a difundir información personal de gente relevante con ninguna –o muy pocas- limitaciones. Posteriormente, coincidiendo con la aparición de los primeros ordenadores, Alan F. Westin, definió el derecho a la privacidad como el “derecho de los individuos a determinar por ellos mismos cuándo, cómo, y hasta dónde la información sobre ellos podía ser comunicada a otros”.
Podemos decir a ciencia cierta que es en el continente Europeo donde el derecho a la privacidad ha atraído una mayor atención. Legislación y, en menor medida, jurisprudencia que la desarrolla, han sido prolíferos. Un importante Tratado Internacional –Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales- acoge en su artículo 8.1 el derecho de todo individuo a que se respete su vida privada y familiar, de hogar y de la correspondencia, de las interferencias del Estado. Esta protección sin embargo no es absoluta. Interferencias a este derecho son permitidas siempre que cumplan una o más condiciones contenidas en el artículo 8.2 de la misma. No obstante, si observamos en detalle la jurisprudencia desarrollada por la Corte Europea de Derecho Humanos en relación a este derecho, también se imponen obligaciones positivas a los gobiernos en el sentido de que deben asegurar que se respete el derecho a la privacidad, incluso en la esfera de las relaciones entre los propios individuos.
En Estados Unidos, la importancia que se le ha dado al derecho de libertad de expresión e información ha ido generalmente en detrimento del propio derecho a la privacidad –optándose por una regulación sectorial en cuanto a protección de datos se refiere, a través de varias “privacy laws”.
En Europa, el derecho a la privacidad ha sido elevado a derecho fundamental en la Carta de los Derechos Fundamentales, la cual es vinculante desde la adopción del Tratado de Lisboa a finales de 2009.
Un caso primordial de la Corte de Justicia de la Unión Europea, que curiosamente está relacionado con nuestro país, ilustra a la perfección la importancia de estos derechos en el continente europeo. En Google vs Spain, la capacidad de los motores de búsqueda de permitir que información personal sea identificada en un instante por cualquier persona en cualquier parte, llevó a D. Mario Costeja a solicitar la eliminación de enlaces en Google que relacionaban su nombre con deudas de seguridad social -que había incurrido en el pasado pero que con el tiempo había satisfecho. Tras un largo camino, el caso llegó a la Corte de Justicia de la Unión Europea y resultó todo un éxito. La Corte de Luxemburgo dictaminó que un motor de búsqueda es responsable de afectar significativamente los derechos fundamentales de privacidad, por cuanto “… ese procesamiento permite a un usuario de Internet obtener, a través de una lista de resultados, un descripción estructurada de la información relativa a un individuo…” “…y por lo tanto establecer un perfil un mayor o menor perfil detallado de él…”. Este desarrollo jurisprudencial ha creado el llamado “derecho al olvido”, a través del cual se puede reclamar legítimamente a gigantes como Google que retiren información sensible sobre nosotros, dentro de unos límites que protegen el interés general del público.
En un contexto de Sociedad de la Información avanzada como es el actual, los derechos de privacidad se erigen como legítimos instrumentos al alcance de todo individuo para controlar en mayor o menor media la recogida, uso y posterior destino de sus datos personales. Un uso responsable de esta información es fundamental en la sociedad actual, siendo el respeto a la privacidad de cada individuo uno de los pilares sobre las que se asienta nuestro modelo de convivencia. El procesamiento de datos debe ser ajustado a unos criterios razonables con un “enforcement” de la legislación vigente riguroso. Algo que en Europa somos conscientes pero que quizás en otras partes del mundo no lo tengan tan en cuenta.
Javier Izaguirre Barrios
Departamento de Civil de Medina Cuadros en Madrid