Llegadas estas fechas otoñales en el comienzo del mes noviembre, suele adquirir dimensión social y cultural en forma de ritos y celebraciones ese hecho físico inexorable en el devenir humano (al menos, hasta el momento) como es la muerte. Adornos y engalanamientos de cementerios y sepulcros, profusión floral, celebraciones religiosas, y hasta añejas representaciones teatrales de tintes clásicos donjuanescos.
La muerte, como institución, como punto final de las personas, aunque acaezca en momento no previsto o de forma abrupta, ha sido y es una constante de la humanidad; su significación, sus ritos y sus evocaciones supraterrenales han creado toda una cultura funeraria en todos los lugares del mundo; a lo largo de la historia y prácticamente sin excepción se han desarrollado multitud de formas, a cual más curiosa y pintoresca de “celebrar” la muerte; desde los antiguos egipcios, las culturas precolombinas, las ceremonias hindúes y budistas, el animismo africano, etc…; famosas mundialmente son las celebraciones en México, declaradas Patrimonio de la Humanidad, o las tradiciones asiáticas como las de Filipinas, aunque en cualquier país se ha tratado la muerte con algo más que la propia desaparición física, hasta el punto de crearse en su conmemoración o por su causa incluso algunas de las obras arquitectónicas más espectaculares del mundo, como las pirámides egipcias o el Taj Mahal, por solo poner dos ejemplos. En palabras de Rilke: “la muerte vive dentro de nosotros”.
Y es que para la mayoría de las culturas la muerte ha estado y está en buena parte asociada a connotaciones religiosas y mitológicas: reencarnación en ámbitos budistas o hinduistas, o en las de raíces cristianas como la nuestra a la “resurrección” posterior, a una vida eterna, no exenta tampoco desde luego de sus muy elaborados perfiles teológico-jurídicos relativos al juicio final y los “premios” celestiales o “castigos” infernales, pasando por las estancias intermedias del purgatorio, y de ahí se podría seguir en tradiciones, rituales, literatura, arte y en cultura en suma, hasta el infinito. La muerte, se puede afirmar, es una institución omnipresente en la vida de los humanos.
No es por ello de extrañar que, como institución, como elemento presente y relevante en la convivencia social, la muerte haya sido y sea profusamente tratada, regulada y diseccionada por las normas que las personas se han dado para la convivencia, esto es, el Derecho. Y el nuestro desde luego no es una excepción, sino que podríamos decir que todo lo contrario.
Y prueba de ello es que nuestro ordenamiento le ha dedicado y le dedica una muy profusa regulación, con normas y reglamentos administrativos y de carácter incluso fiscal (hasta el punto de que el propio hecho de la muerte, en su versión sucesoria, se convierte en una fuente de ingresos para el Estado (más concretamente, para las Comunidades Autónomas según la actual regulación) a través de una figura impositiva como es el Impuesto de Sucesiones; pero fundamentalmente, radica en el Código Civil español (complementado a su vez en los diversos cuerpos jurídicos forales), en el que esta figura, este hecho que trasciende lo físico, se recoge con abundancia en varios de sus apartados.
Así, en primer lugar, los Arts. 193 a 197, incardinados en el Capítulo II del Título Octavo del Libro Primero, que gira bajo el epígrafe de “Las Personas”, se refieren a la “Declaración de Fallecimiento”.
Es esta una figura que aunque siempre puede ser de aplicación en circunstancias excepcionales respecto del devenir “normal” de los ciudadanos, parece más bien hija de la época en que se gestó y aprobó ese monumental cuerpo jurídico, el año 1889 (Real Decreto de 24 de Julio en particular), es decir, el Siglo XIX, periodo de mayores turbulencias, vicisitudes bélicas, pero sobre todo con muchos menos sistemas de comunicación y contacto entre las personas, que todavía mayoritariamente permanecían arraigadas a sus zonas de origen, fundamentalmente rurales, por lo que no resultaban infrecuentes (desde luego más que ahora) las desapariciones prologadas de personas por muy diversos motivos sin dejar rastros, con lo que creaba el problema de regular su situación tanto personal como patrimonial ante la incertidumbre de si esa persona aún existía o no, y si en algún momento podía regresar.
Y ante ello, nuestro siempre previsor Derecho Civil (como por otra parte es su obligación social), preveía y sigue previendo “oficializar” el fallecimiento de una persona, esto es, constatar su muerte, según el acaecimiento de diversas contingencias, bien de carácter temporal, que se recogen en el Art. 193, por la ausencia de noticias sobre aquella o desde de su desaparición (diez años en cualquier caso, cinco años si al expirar ese plazo la persona desparecida hubiese cumplido setenta y cinco años, lo que evidencia ese contexto temporal al preverse hasta la esperanza de vida, o incluso un año si se detectó una situación de riesgo inminente por violencia contra su vida), o por otras contingencias propias de esa época como la participación en operaciones bélicas, o encontrarse en naves o aeronaves (curiosamente, este último elemento de transporte se introdujo, no por casualidad tras una reforma del Código introducida por una Ley de Septiembre de 1939) cuyo naufragio o desaparición se hubiera constatado y acreditado, tal como enumera el Art. 194.
Y esas previsiones eran, en suma, para dar carta de naturaleza jurídica al hecho de la muerte mediante la figura denominada “declaración de fallecimiento”, según la cual cesaba la presunción de ausencia y se abrían las prevenciones sucesorias. Figura cuya regulación concreta se contenía en la normativa sobre Jurisdicción Voluntaria que acogía la Ley Procesal Civil de 1881 en sus artículos 2.031 a 2.047, y que por mor de la publicación de la actual Ley de Enjuiciamiento Civil del año 2000 que sacó de la misma toda la regulación de la jurisdicción voluntaria, ha pasado a la actual Ley sobre Jurisdicción Voluntaria de 2 de Julio de 2015, en cuyos artículos 67 a 77 se regulan los trámites para las declaraciones de ausencia y fallecimiento, y el Art. 74 concreta específicamente esa declaración “oficial” de fallecimiento.
Pero sobre todo, y con mucha más amplitud y minuciosidad, el mismo Código Civil dedica nada menos que 430 artículos, más de una quinta parte de todo el Texto Legal (que tiene en total 1.973 artículos); esto es, un cuerpo doctrinal completo, concretamente el Título III del Libro Tercero, cuya titulación sistemática, y esto ya apunta maneras, se dedica a “Los Diferentes Modos de Adquirir la Propiedad”, y concretamente bajo el epígrafe “De las sucesiones”. Sucesiones que, obviamente y para lo que interesa a esta disertación, se contraen a las producidas a causa de la muerte de una personal, no a las denominadas “inter vivos” que es toda la amplia panoplia de las adquisiciones de bienes o derecho entre personas vivas (donaciones, compraventas, arrendamientos….); es decir, sobre las consecuencias y efectos para los vivos de la muerte de una persona, normalmente pariente o allegado, ya se hubiera presenciado o constatado su muerte físicamente, o esta viniese certificada por la declaración de fallecimiento. Consecuencias, ocioso es añadir dada la incardinación sistemática de la regulación, con un muy acentuado carácter económico.
Porque, y este es uno de los rasgos fundamentales o básicos del Derecho de Sucesiones patrio, la regulación legal del mismo gira alrededor de la esfera patrimonial, con el fin de ordenar el traspaso de los bienes y derechos del fallecido a quienes sean o se declaren sus sucesores.
La sucesión, como premisa, es un fenómeno jurídico que consiste, doctrinalmente, “en el cambio del elemento subjetivo o titular de una relación jurídica”; puede ser “inter vivos” o “mortis causa”, que es la que aquí nos está ocupando, al ser la derivada de la muerte de una persona.
Y todo ese cuerpo doctrinal que viene a denominarse como “Derecho de Sucesiones” se ha venido gestando y positivizando a lo largo de la historia a través de varios sistemas o tradiciones jurídicas:
El denominado “sistema anglosajón”, que consistiría en que a la muerte del causante se liquida su patrimonio, pagando las deudas, de lo que se ocupan órganos especiales (administrador, ejecutor) y, en su defecto, la autoridad judicial, tras cuya materialización se entrega el sobrante o remanente líquido a los herederos, que no responderían de las deudas del causante, las cuales se harían efectivas sobre el patrimonio dejando y durante su liquidación.
El “sistema germánico”, que básicamente consiste en que a la muerte del causante se produce una adquisición directa de los bienes y derechos por parte de sus herederos, sin perjuicio de que se pueda repudiar la herencia.
Y el “sistema latino”, que es del que bebe directamente nuestro Derecho; sistema que proviene fundamentalmente del antiguo Derecho Romano.
En este sistema jurídico y por ende, en nuestro Derecho de Sucesiones, el heredero sucede al causante, tanto en sus relaciones activas como pasivas, ocupando la misma posición jurídica que ostentaba respecto de cada una de las relaciones singulares sobre las que opera la sucesión. El heredero se subroga en la misma posición jurídica del causante, sucede al difunto por el hecho solo de su muerte en todos sus derechos y obligaciones.
Ahora bien, para esa sucesión es preciso que el heredero, ya sea natural o designado, acepte la herencia, bien pura o simplemente, sin condicionantes (como suele ser lo normal), o bien bajo la condición de la figura denominada como “beneficio de inventario”, se requiere que el heredero acepte la herencia, pues también nuestro derecho le otorga la posibilidad de renunciar o, en terminología más correcta “repudiar” la herencia cuando pueda entender que su contenido sea patrimonialmente negativo, es decir, que las deudas u obligaciones transmitidas superen a bienes o derechos, o también (y esto ha venido ocurriendo con frecuencia últimamente por mor de las connotaciones fiscales) que la aceptación o, y adjudicación de la herencia suponga una carga económica inasumible para el heredero.
Eso sí, esta figura de repudiación, por ser digamos una conducta más bien “sospechosa” y gozar de poca consideración por nuestro sistema, está sujeta a unos más estrictos requisitos formales, tales como ser expresada a través de un instrumento público (es decir, ante Notario), y además hacerse antes de llevar a cabo actos de aceptación de la herencia, ya fuesen expresos o tácitos.
Pero nuestro sistema, lógicamente, va, tiene que ir, mucho más allá, pues la sucesión mortis causa, -esa regulación jurídica de la muerte- ha de contemplar todas las consecuencias y posibles supuestos que pueden darse tras el fallecimiento de una persona.
Y así, existen dos vertientes troncales de las que parten las diversas ramas: que el fallecido, al que se denomina causante, haya designado o no en vida quiénes sean sus herederos, lo que se materializa en la figura del “testamento”, y abre las figuras de sucesión testada o intestada; y que esos herederos, lo sean a su vez por esa libre decisión del causante (sucesión testamentaria) o por disposición legal (legítima o legal).
Tales son los rasgos, con todos sus matices y esa profusa regulación que contiene el Título III del Libro Tercero que conforman nuestro sistema sucesorio, cuya enumeración o citación individualizada de esos 430 artículos excedería en mucho el objeto de esta exposición, y en todo caso innecesaria, por estudiada y conocida, en nuestro ámbito profesional.
Diremos pues, a través de gruesas pinceladas, que en función de la disposiciones en vida del causante que la sucesión puede ser testamentaria y la intestada, y en complemento con ambas, quiénes pueden ser herederos y quiénes no, o mejor dicho, quiénes no pueden dejar de serlo; y por otro lado, cómo puede (y debe) distribuirse la herencia en función de tales herederos.
Sobre estas bases, el primer rasgo distintivo del Derecho Sucesorio denominado “Común” (pues otra cosa son los derechos forales, que tienen otras figuras distintas y específicas y nos abrirían a otro campo tan o más extenso con múltiples ramificaciones) es que el causante, todavía en vida, en su testamento no puede disponer libremente sobre su patrimonio y derechos, ya que existe la figura de los herederos forzosos, que obligatoriamente gozan de derechos sucesorios “ope legis”; tales herederos forzosos son fundamentalmente los descendientes respecto de los ascendientes, esto es, los hijos respecto de los padres, o en su caso, a falta de aquellos, y por “estirpes”, nietos respecto de abuelos. El que a la postre fallecerá, el causante, no puede disponer válidamente e indiscriminadamente de su patrimonio: los descendientes ostentan el derecho nada menos que respecto de dos terceras partes del total de la herencia, que se denomina “legítima”, quedando solo para la libre elección un tercio, que se denomina de “libre disposición”.
Eso sí, dentro de esa “legítima” para los herederos “forzosos” que son los descendientes, como el Derecho preveía que el/a causante pudiera tener preferencias personales por múltiples motivos, existe una subdivisión en otras dos partes o tercios, cuales son la “legítima estricta”, de la que en ningún caso puede disponer el causante y ha de dividirse por partes iguales entre quienes sean los herederos, y la “mejora”, que el testador puede disponer a favor de uno o varios de esos herederos. Vemos como el Derecho se enraíza con las relaciones personales: un progenitor puede preferir, por las razones que sean, a alguno o algunos de sus descendientes y para eso se da una respuesta concreta; como igualmente puede dedicar su gratitud o preferencias a personas extrañas al núcleo familiar, para lo que está previsto ese tercio de libre disposición. Libre disposición que, por cierto, también puede atribuirse a alguno de los herederos en detrimento de los demás. Y si nada de esto ocurre y no hay personas extrañas llamadas a la herencia, pues en tal caso esta va por partes iguales a aquellos.
Todo esto, pese a parecer ya de por sí complejo y abigarrado, ni siquiera es cierto y absoluto en su totalidad, ni para todo el territorio, pues también el Derecho (Común) prevé la posibilidad de que el/a causante decidiera que alguno o algunos de sus herederos no fueran merecedores de su recibir su patrimonio, sea este abundante o magro, por multitud de motivos que la vida ofrece.
Y en tal caso existe la figura de la desheredación, privar de la condición de heredero a alguno que lo sea con carácter obligatorio. Pero eso sí, esta figura como la dicha anteriormente de que el heredero no acepte lo que el causante transmite, está sujeta a sospecha y se trata de forma muy rigurosa y estricta en el Código: han de existir unas razones muy graves, y además justificadas, hasta el punto de considerase como tales atentados a la vida o integridad del causante por parte del heredero ingrato, y haber sido denunciado o condenado por ello. Y, además, como antes se ha apuntado, en las regiones o Comunidades que disponen por tradición histórico-jurídica de su propio Derecho Civil (denominado “foral”) los sistemas sucesorios difieren con muchos matices y variedades, en el País Vasco, Navarra, Galicia, Aragón o Cataluña, disponiendo de instituciones propias y específicas, que la necesaria brevedad y contracción de estas notas nos impide diseccionar con más detalle.
Junto con ello, a esa disposición en vida que es el testamento, es decir, la sucesión testada, se dedica otra minuciosa regulación, como es la forma en que ese puede llevar a cabo, de forma libre, sin necesidad de intervención o asistencia para recogerlo o dar nota (fe) de ello por parte de funcionario (fedatario) público, testamento que se denomina “ológrafo”, que básicamente consiste en dejar constancia de su voluntad en un simple documento privado, que luego tendría que ser hallado, exhibido y hecho valer por quien corresponda. Forma de testar sobre la que basta un mínimo esfuerzo intuitivo para intuir que no está exenta de problemas tanto interpretativos como probatorios entre los posibles herederos. Y, como suele ser lo normal y habitual en la inmensa mayoría de las ocasiones, ante ese fedatario público, que en nuestro sistema jurídico es el Notario (pero no el único, pues deudor el Código Civil de esas épocas pretéritas en que se gestó, también se admitía el testamento en navíos, ante autoridades militares o en el extranjero), lo que da la garantía de que queda recogido con estrictas formalidades y requisitos: la libre voluntad del testador, la presencia de testigos y sobre todo, la custodia bajo garantía para el momento en que deba surtir sus efectos.
Y luego está el propio contenido del testamento, o expresión de la voluntad del testador, que recoge un amplio abanico de supuestos: entregas específicas de bienes más allá de una parte alícuota (legados), mandas o encargos para los herederos de llevar a cabo determinadas acciones, condiciones que debieran cumplirse para acceder a lo transmitido, etc…, es decir, un gran número de supuestos en que puede materializarse la voluntad del que va a transmitir para cuando fallezca.
Y, en fin, la otra “pata” fundamental del sistema, es la condición o designación de los herederos cuando falta la voluntad testamentaria, lo que abre el apartado de la sucesión intestada. El sistema, obviamente, sigue siendo minucioso, pues enumera quiénes han de ser los herederos estableciendo el lógico orden de preferencia según las circunstancias y parientes que tuviera el fallecido: los hijos o nietos respecto de los padres o abuelos, los padres o abuelos respecto de los hijos o nietos, los hermanos, y a partir de ahí los demás descendientes a ascendientes colaterales en grado proporcional a su proximidad.
Obviamente, ante la inexistencia de testamento, también se regula la forma de efectuar esa constatación de los que sean los herederos, que se lleva a cabo mediante la figura de la “Declaración de Herederos”, que también ha de observar sus formalidades y requisitos para su fehaciencia y oponibilidad ante terceros y se regula a través de las normas procesales.
En suma, como es de ver a tenor de estas apresuradas y tal vez desordenadas notas, nuestro sistema sucesorio “mortis causa” se erige en un compendio extenso, a mi juicio minucioso y garantista, y desde luego adornado de una pátina y solera históricas directas herederas de los monumentos jurídicos que conformó la civilización romana, que convierten el hecho físico de la muerte, inexorable aún para el género humano (…) en una suerte de “institución” muy viva, con efectos crematísticos para el “Imperium”, comienzo de riqueza y bienestar para muchos, germen de no pocas disputas familiares… y hasta de guerras, según la alcurnia de los llamados a heredar.
Pero quedémonos con ese misterio y fascinación que siempre ha generado la muerte, y sobre todo, con su plasmación en la creación humana: La Divina Comedia, Hamlet, o, nuestro culmen patrio, Don Juan Tenorio: “Los muertos que vos matasteis gozan de buena salud”.
Artículo publicado en Lawyerpress
Francisco José Montoro Cádiz
Abogado departamento de Civil y Mercantil
Medina Cuadros Jaén